lunes, abril 18, 2011

V Certamen Literari Antonio Vilanova. Primer Premi de Prosa: Hafvilla, d'Alberto García

Hafvilla


Je suis comme un peintre qu’un Dieu moqueur
Condamne à peindre, hélas ! sur les ténèbres ;

BAUDELAIRE (Un Fantôme)


La niebla de la mañana ocultaba los últimos kilómetros de tierra solitaria. En apenas una hora el tren llegaría a su destino; los primeros signos de civilización ya desfilaban frente a las ventanillas. Las primeras farolas, las primeras señales de tráfico, como centinelas de guardia en el último turno de noche, anunciaban la presencia de algún pueblo cercano a la ciudad. Pronto los signos se multiplicaron, a las farolas se sumaron los fríos muros de hormigón de los polígonos; carreteras y aparcamientos multicolor rasgaban la tenue atmósfera del alba; en el horizonte despuntaban viejas chimeneas de ladrillo y bocas clausuradas, junto a otras de paredes negras y vapores fétidos. Al blanco de la mañana le tendría que seguir el gris del hierro y del progreso, los barrios de las afueras, las paredes pintadas y el horizonte dominado por grandes grúas y sombras de fábrica. Vías de tren y vagones abandonados, oxidados por el tiempo, en un bosque de postes de luz, tornillos, escombros y hierro.
Hierro sobre hierro. Nada más que hierro sobre hierro y ladrillo en la periferia de las ciudades. ¿Qué nombre dar al Talos-centinela? ¿Era París, era Barcelona? No podía saberlo. Lo cierto es que ambas ciudades se habían mezclado en su cabeza, en su memoria, y ya se había vuelto imposible definir dónde acababa la rue Vaugirard y en qué punto arrancaba Ronda Sant Pau. En ninguna cabeza racional hubiera cabido confundir la place des Vosges con, digamos, Urquinaona. Pero Julio hacía tiempo que se había convertido en una sombra, ya no vivía en los pasos de los hombres sino que se movía al ritmo incoherente (o mejor dicho anticoherente) de sus pesadillas: calles, plazas, monumentos ecuestres o avenidas de plataneros, obeliscos o catedrales, todo ello había perdido la importancia antaño incuestionable de la geografía, del urbanismo, même de l’Histoire.
Ya no buscaba recordar en qué lugar exacto había hecho x, delante de qué estatua de tal o cual emperador o rey o dictador había fumado un cigarrillo, tomado un café, abrazado un amigo, etcétera; sino la marca del cigarrillo fumado compulsivamente y la razón de su ansiedad; el aroma del café tostado, intentando adivinar su origen, jugando en el paladar con los matices existentes entre el café de Etiopía o aquél de Colombia o aún de Ecuador. O recordar… (¿Por qué recordar? Mejor revivir)… O revivir aquél abrazo tanto tiempo esperado de la mujer añorada/desconocida, el perfume de su cabello, un lenguaje de símbolos, olor a naranja y un poco de menta, y uno no puede evitar imaginarse un árbol frutal: la selva.
*
Eran ya las diez y el día todavía no se había levantado. Encima había comenzado a llover, para gran desgracia de los viajeros, que se apretujaban como corderos bajo los pórticos de la estación mientras esperaban la oportunidad de subir a un taxi. Julio, que no llevaba de equipaje más que su vieja chaqueta abombada y un bloc de notas en el que apuntaba celosamente desde reflexiones personales hasta los detalles más nimios de la vida doméstica –en los que se esforzaba en ver una profunda intencionalidad, casi providencial–, se llevó ceremoniosamente un Fortuna a los labios, con cuidado de que la lluvia no lo mojara, e hizo pantalla con la mano para encenderlo; y luego, con la primera bocanada de humo, el primer pensamiento después de bajar del tren, decidió echarse a caminar.
Puesto que el Spleen debía estar cerrado y no tenía ningún otro lugar especial a donde ir, se dejó llevar calle abajo, vagando a izquierda o a derecha sin un rumbo fijo ni una meta en la cabeza. De manera que varias veces se descubrió volviendo a doblar la misma esquina, o en el centro de una plaza que le era familiar. Errando en círculos por un laberinto de cemento, convertido en un Teseo sin Ariadna, sin hilo, ni pista ni plantilla, sin ningún asidero al alcance de la mano; ni siquiera había una referencia, una estrella a la que encomendarse. En busca de... ¿En busca de qué? Teseo iba tras el Minotauro, pero Julio nunca había tenido el valor o las ganas de perseguir a nadie. Tal vez todo era al revés, tal vez Julio era el Monstruo y sólo intentaba salvar su piel. O aun puede ser que todos llevemos un poco de cada, que un Julio estuviera buscando a Ariadna y el otro (seguramente la parte Saigón) sencillamente huyera mundo a través, de ciudad en ciudad, intentando escapar de Ella, buscando la salida del laberinto. La salida. Quizás era así de sencillo, toda búsqueda es una huida a la inversa. Y Julio, que ya entonces intuía la triste verdad, seguía emperrado en dar palos de ciego, tanteando la oscuridad, esperando dar con el hilo, con una señal, algo que le abriera el camino al corazón del laberinto.
De pronto se detuvo delante del escaparate de una librería. Era una de esas modernas librerías que destilan luz eléctrica, fácilmente confundibles con una tienda de ropa o con un submarino. Todo ordenado. Todo pulcro, los libros ordenados en filas, al frente las novedades (las Novedades) y los que ya han cumplido un año al final, a poco más de un paso de ir al cielo de los libros descatalogados. Julio se dedicó a pasear a lo largo de los pasillos, saltando de una sección a otra (de Historia contemporánea a Literatura extranjera y de allí, todo recto hasta el fondo, se llegaba al mundo de la cocina; más allá estaba el inexpugnable reino de la Filosofía); reseguía las estanterías de libros utilizando su famosa mirada superficial, que tan bien le salía, intentando evidenciar el desprecio que sentía por aquellos libros nuevos que de tan limpios y de tan nuevos no olían a polvo ni a libro ni a nada. En el fondo sabía (y en el fondo le tenía sin cuidado) que era la misma mirada que le reservaban los clientes a él, que arrastraba un aire patético de fantasma en pena, con su chaqueta empapada y los zapatos exudando un reguero fangoso.
Algo le llamó la atención en la sección Mundo-Viajar-Turismo: hacía tanto tiempo que no veía un mapamundi, tanto tiempo que erraba con la mirada puesta en los pies, que había olvidado cómo se veía la tierra desde arriba. Una especie de vértigo se le enzarzó en el estómago, como un gancho, al intentar comparar el agujero azul que representaba la Bahía de Baflin con el insignificante punto en el mundo que llevaba por nombre Julio Saigón. “Sustancia y magnitud de la distancia”, garabateó en su bloc de notas, “Un millón de kilómetros o quinientos: toda comparación es una causa perdida, un callejón sin salida que hace emerger únicamente la sustancia de la distancia (iglú, estepa, Sena, león o finis terrae)”. Había subrayado enérgicamente aquellas dos últimas palabras que encerraban tantos signos en su interior, envueltas en una niebla de antigüedad y misterio. El fin del mundo existe físicamente y está en lugares diferentes.
Fuera había dejado de llover y las calles poco a poco se llenaban de nuevo. En el semáforo en rojo Julio aprovechó para encender un Fortuna. No muy lejos, frente a la fachada de un edificio modernista, un grupo de turistas se afanaban en inmortalizar la piedra con sus cámaras digitales. Más abajo una joven pareja se dejaba llevar a la deriva en el paseo de los plataneros, ensimismados en sus caricias, presumiendo de ojeras sus miradas prendidas.
Supo entonces que desde el principio los pies le conducían al puerto. Claro que. Por supuesto que. No podía ser de otra manera (¿Recuerdas el puerto, verdad? ¿También la playa? Allá donde pasábamos las tardes con las olas y las olas eran verdes como tus ojos; y tú intentabas ser traviesa y jugabas con mis ideas y yo intentaba sentirte en todo momento, enumerar cada centímetro de tu piel, la piel, lienzo, cielo, melocotón).
Semáforo en verde. Julio reanudó su descenso por Las Ramblas, con sus puestos de flores, con las aves en sus jaulas y los hombres disfrazados de estatua, a través de miríadas de turistas de rostros encendidos y mente uniformada moviéndose en la misma dirección. Poco a poco el suave aroma del mar comenzaba a filtrarse por entre el olor de muchedumbre. Julio avistó una gaviota sobrevolando en círculos la alta columna, donde los leones de hierro habían sido convertidos en jinetes para gozo de curiosos. Y finalmente aparecieron los mástiles de los botes, irguiéndose como un mar de lanzas hoplitas: encañonando el cielo bajo en aquella mañana de mierda.
Julio se sentó junto a los anchos escalones de piedra que llevaban hasta el mar. Un mendigo dormía al borde del muelle. Y aquella otra vez, la recuerdas, Bérénice, frente al mar inmenso, cuando nos besamos y yo sentía tu aliento entrecortado. Estabas atrapada entre mis brazos, con la cabeza hundida en mis hombros; sentía en la mejilla el alegre cosquilleo de tus cabellos dorados. Entonces no nos importaba mentir, juramos por toda la eternidad. Pero yo siempre había querido ser pirata y tú, un polizonte sin rumbo.
No muy lejos un viejo velero de madera oscura recordaba un barco pirata y a Julio le hubiera apetecido cruzar la pasarela, enrolarse bajo las órdenes de un capitán Ahab con rumbo desconocido: a la caza de la ballena, por mares vírgenes de harpones. ¿Quién no ha deseado dar caza a la ballena blanca? Como el viejo pescador que lleva toda su vida esperando una voz de trueno, dura como el hierro, para al grito de «¡Por allí resopla!» lanzar su pequeño bote en persecución de la quimera.
Pero el capitán nunca llega: la ballena blanca no puede ser cazada. El barco de madera se balanceaba melancólico, anclado a su último destino. El ayuntamiento lo había convertido en un museo y para entrar hacía falta pagar entrada. Ya no había marineros en su panza negra sino taquilleros y turistas que observaban con fingido interés vitrinas vacías. Ya no había marineros ni piratas, ni mares vírgenes ni ballenas blancas.
Deprimido, Julio lanzó su fortuna al mar y una nube de peces de aspecto alargado y cetrino se formó de inmediato, revoloteando en torno a la colilla, triste parodia urbana de un cebo de pesca. Sí, él también esperaba un Ahab que le sacara de la apatía. Necesitaba una ventisca, un huracán que arrasara con aquella ilusión de vagabundeo tras la que se escondía, y que no era más que un balanceo obsesivo en aguas ponzoñosas, en la desesperante calma chicha de la memoria.

Primer acto: La estación de metro se abría frente a Julio como un abismo de fluorescentes y publicidad sonriente. Más que el movimiento de la gente, lo que daba vida a la estación, una vida particularmente congelada, vida de cable, de estaño, de aluminio, era el continúo y acompasado ascender-descender de las escaleras mecánicas. Julio ocupó ordenadamente su puesto en el interior de aquella cinta expendedora, dejándose engullir dócilmente a través de la Garganta metropolitana. Escaleras. Fluorescentes. Paréntesis.
(El metro siempre es un paréntesis. Entras por Drassanes y sales en Châtelet; o viceversa, o al revés, o Línea 1, o amarilla, trasbordo en Bolívar y cuatro minutos de espera en Henri o Jaume I).
Segundo acto: Las fauces del metro se revolvían al cielo en un grito suspendido, en un chirriar de manivelas y engranajes, en un rumor de pasos en marcha, en un zumbido de vientre de acero hambriento. Plantado en mitad de la escalera, conmovido por una especie de éxtasis, de revelación divina, Julio alargó la mano hacia el agujero, la boca, aquella salida a la superficie, aquél disparo a quemarropa en el mismo techo, un vomitero (otro más) a un circo desde otro circo. Era como espiar la realidad por el ojo de la cerradura, allá agazapado en la penumbra del túnel. Julio alargó la mano, pero los dedos resbalaron en la nada. No era nada más que un espejismo: tramposas perspectivas.
Epílogo: Julio dio la espalda a media ciudad y se echó a andar cuesta arriba, las manos en los bolsillos de la chaqueta, el débil sol de la tarde derramándose como miel en su nuca morena.

Aunque no hacía tanto tiempo, Julio se sentía como en los viejos tiempos, allá en la mesita del rincón del mítico Spleen. Iba por la segunda cerveza y comenzaba a sentirse inundado por una sensación de placidez, de no-estar-en-ningún-lugar, de estar a salvo de los fantasmas que insistían en perseguirle cabeza adentro.
Acodado en la barra, Omero pasaba con poco convencimiento las páginas de un periódico. De vez en cuando se detenía más tiempo del normal en algún titular, o una fotografía, y entonces volvía la cabeza hacia el rincón donde estaba Julio y comentaba el artículo en voz alta. En esos momentos Julio se esforzaba en vano por recordar cuándo habían decidido bautizarlo con el nombre de Omero (sin hache de Historia), y por qué Omero y no Darío o Huichamán. Tal vez tenía algo que ver con aquello de que quién no ve es un rehén, un esclavo de la realidad: una de esas paradojas lingüísticas que tanto hacían las delicias de Omero (el nuestro), aficionado a los crucigramas, el coñac y los versos alejandrinos. Pero como los juegos de manos antroponímicos asqueaban a Julio, que nunca había acabado de perdonar la total ausencia de herencia olímpica en su propia persona, intentó remontarse más allá de las palabras, aun a riesgo de caer en una simple trampa de modelos y reflejos.
– Julio, escucha esto –Omero se había vuelto hacia el rincón y levantaba un dedo aleccionador. Más probable es que le hubieran puesto el nombre por esa mirada suya, seguía pensando Julio, una mirada que llenaba el blanco de mármol con la voz del narrador, voz de voz en off; o por la barba, o simplemente porque cuando le conocieron siempre llevaba encima una versión italiana de la Odisea, algo que había intrigado sobremanera a Mina (por cierto, ¿dónde estaba Mina?).
– Esto te va hacer gracia –Julio interrumpió a la fuerza sus reflexiones– “Unos investigadores estadounidenses bla bla bla… han demostrado que el tiempo corre más deprisa en un reloj que está situado sólo 33 centímetros más arriba que el otro, y que el tiempo corre más despacio en un reloj que se desplaza a menos de 35 kilómetros hora respecto al otro.” ¿Qué te parece? ¿Eh?
» La verdad –se respondió dignamente Omero ante el encogimiento de hombros de Julio– es que la relatividad espacio-temporal no es nada nuevo. Aunque el mejor en expresarlo sigue siendo el viejo Heráclito, con toda la historia del río: todo fluye, el agua, el cauce, hasta la tierra. Tenemos los pies metidos de lleno en el río. Y el reloj tampoco se salva, alguien lo ha arrojado al agua y allá va corriente abajo.
– Alguna vez me gustaría pescar un reloj nadando a contracorriente, con el segundero marcando las doce y un tic-tac sospechoso en el vientre –dijo Julio, medio en broma, medio por decir algo.
Mientras hablaban llegó Mina. Llegó como era ella, pequeñita pero con una energía en los gestos que animaba al más Lázaro, y después de saludarlos efusivamente a los dos (olor a naranja y un poco de menta) se les unió en el rincón.
- Sobre lo del río… -reanudó Omero una vez superados los saludos de rigor.
- ¿De qué río hablan? –ésta era Mina, con su acento argentino, y su manía de interrumpir las conversaciones.
- Del Sena, evidentemente –terció Julio, maniobrando secamente para evitar que entre la argentina y el griego se iniciara una digresión filosófico-histórica de esas con muchas haches y pocas comas.
De hecho, el tema del río le traía sin cuidado, y ya se había vuelto a encerrar en sí mismo, pensando en que los perfumes se repiten. “Olor a naranja y un poco de menta”. Recordaba haberlo dicho antes. Tal vez para ella. Pero entonces: ella no podía ser la otra Ella. Excepto que. ¿Y si todo aquello nunca existió? ¿Y si el viejo piso de Poble Sec, aquella guarida suya donde habían compartido las horas efímeras de un verano incipiente, jamás se llenó de gritos? Y si las noches en vela, las caricias, el sexo, no les hubieran unido nunca... Y las conversaciones sobre el mundo exterior, aquél que comenzaba a pie de ventana, y que era tan diferente de su mundo soñado... Si nunca hubieran sido. Ni la habitación sin amueblar de Strasbourg-Saint-Denis. Ni julio ni agosto ni martes ni febrero. Si todo fue una invención, una trampa, otra ilusión creada por el laberinto, por ella, por la vampiresa, para cautivar a Julio en sus redes de araña y beberle poco a poco como se bebe un vino fuerte, a sorbos de placer amargo.
Julio se inclinó sobre la mesa para aplastar la colilla en el cenicero, y le alcanzó en plena cara un ligero olor a tierra removida, como de cementerio.
- ¿En qué pensás que estás tan callado? –Mina se había vuelto hacia él y le miraba desde esos ojos abiertos de curiosidad, verdes (también verdes).
- En que huele a tierra removida.
- Siempre igual, Julio Saigón –suspiró- Siempre con las malditas metáforas.
- ¿A qué viene eso, Mina Michelli? –protestó Julio, que había vuelto de golpe a tierra firme y veía cómo sin previo aviso se habían formado sobre la mesita negros nubarrones de humo de tabaco que presagiaban una tormenta feroz.
- Viene a cuento, ya lo creo. Desde que volviste (“¿Volví? ¿De dónde? Yo siempre he estado aquí”) Desde que volviste, dejame hablar, estás todo el día igual. De acá para allá, vagando por la ciudad como un alma en pena, arriba y abajo, del puerto al Spleen y del Spleen vete tú a saber a dónde. Buscando. ¿Buscando qué? ¿Qué buscás, maldito chalado?
En cualquier otro momento jamás habría contestado a esa pregunta sin la presencia de un abogado. Pero la mesita repleta de botellines de cerveza vacíos le había destrabado la lengua y lubricado las neuronas, y veía las cosas tan claras, veía que Mina tenía tanta razón en desenvainar la espada, en arrojarle ese guante a la cara, que lo único que podía hacer era aceptar el reto y batirse en duelo. Aunque presentía que aquello le iba a costar como mínimo unos días en cama y otra cicatriz en el alma.
- Lo cierto es que no sé qué busco. Ni siquiera sé si busco algo. Algo más, me refiero. Porque, ¿quién ha dejado de buscar? Aunque no me molestaría encontrar una señal, cualquiera, que me indique algo. Un semáforo en medio del cielo. Un letrero escrito de puño y letra del destino que diga: No ha sido en vano.
- Signos, signos, intervino Omero (“¿Tu quoque, hijo mío, traidor?” bramó para sus adentros Julio César), hablas en verso sin saberlo.
- A lo mejor, che, y ahora permítanme que le’ cuente una hi’toria –todos sabían que cuando imitaba el acento argentino significaba que había bebido lo suficiente como para decir la verdad, aunque ésta estuviera soterrada bajo un montón de despropósitos– Una historia sobre los pescadores nórdicos. Estos señores vivían de la pesca del bacalao; de la edad media hablo, claro, tal vez siglos X o XII o aun antes. Bueno, pues, decía que se dedicaban a seguir las rutas migratorias de bacalao, las cuales atravesaban el Atlántico norte. Así que estos argonautas descerebrados del mar del norte se embarcaban en unos barquitos de juguete que-de-sólo-pensarlo-me-provocan-mareos y se lanzaban a perseguir bacalaos a través del océano, incluso más allá de Groenlandia. Los muy chalados se recorrían una burrada de kilómetros sin brújula ni demás ingenios modernos, con la única ayuda de su instinto y el conocimiento ancestral del firmamento.
» Dicho esto, os podéis imaginar que de vez en cuando, pese a su avezada experiencia, a los norsemen (como se les llama en la lengua de Shakespeare) les fallaba la intuición, o el viento dejaba de soplar, o sencillamente una niebla densa como sopa del tártaro les envolvía, ocultando entre sus pliegues el cielo, el horizonte e incluso el mar a poco más de dos metros de sus robustas narices nórdicas. Esta niebla podía disiparse al cabo de unas horas o, por el contrario, alargarse durante días e incluso semanas; y entonces el viento era una brisa mortecina que apenas llegaba a agitar la gran vela cuadrada, aún menos a henchirla. Y allí permanecían nuestros pobres norsemen, pobres pescadores de bacalao (y Mina se puso a canturrear aquello de “all men will be sailors then until the sea shall free them”) buscando en vano la estrella polar, o una minúscula punta de tierra en la lejanía, hasta volverse locos o morirse de hambre o de sed. Condenados al hafvilla, o como ellos le llamaban a esta pérdida por completo del sentido de la orientación en plena mar.
» Así que, para ir acabando, prosiguió Julio, que ya se me hace tarde, y creo que he bebido demasiado (de hecho he perdido la cuenta), puedo decir que yo también estoy hafvilla, totalmente perdido. Claro que no en el mar, pero bueno, supongo que ya os habéis dado cuenta de que es una metáfora, y de que tendríamos que sustituir el escenario, y por supuesto que el barco no tiene sentido a menos que… En fin, que me voy.
Habló así y alzó la vista hacia su público. Pero hacía rato que Omero había perdido el interés en su relato, y se hallaba absorto en la contemplación de la televisión muda, en la cual se proyectaban imágenes de manifestantes enfrentándose a la policía. Tal vez, tanto buscar y al final ésa era la salida (pero Julio nunca había sabido luchar). Comenzaba a pensar que, de hecho, en ningún momento había hablado en voz alta, que no había hecho más que divagar mentalmente, hasta que se volvió a su izquierda. Allí estaba la mirada de Mina, con aquellos ojos abiertos en los cuales asomaba una mezcla de compasión y ternura. Y por segunda vez aquella noche tuvo la impresión de haber dado con la tan esperada señal, de haber hallado la salida. Pero, de nuevo, Julio era Julio y nunca había sabido tratar con las mujeres. Así que se levantó después de echar un billete encima de la mesa y salió a la calle.
*
Pendida del párpado palpitante de la noche cerrada, la luna en el cielo era un ojo vuelto del revés que le lanzaba miradas de reojo, a él, que estaba allí plantado en medio de la acera sin saber muy bien a dónde ir (si a casa o a otro lugar). Había bebido lo suficiente como para llevarse consigo un pedazo de Spleen, un poco de aquella placidez que le había cogido por sorpresa, desarmándolo; aunque sin sobrepasar la graduación de alcohol que le habría impedido pensar, sentir las bocanadas de humo primero en los labios y luego garganta abajo hasta los pulmones.
Le gustaba pasear en aquellas horas de la noche de un día cualquiera, durante las cuales solamente la cadencia de sus pasos se atrevía a desafiar el dominio sobrecogedor del silencio. Se sentía un Robinson Crusoe recorriendo aquellas estrechas callejuelas desérticas, alumbradas por la luz agresiva de las farolas; intentando desvelar los misterios que se escondían en cada esquina, en cada sombra, en las negras bocas de los portales.
Durante aquellos brevísimos instantes, casi mágicos, el tiempo cobraba un sentido diferente. Hoy, ayer o mañana se confundían en un mismo momento. Y entonces la ciudad, cuya vida diurna se mueve al ritmo mecánico del cronómetro, despertaba de su letargo cotidiano. Extinguidas las luces de quirófano de los escaparates, cerradas las tiendas, las oficinas, se deshacían las formas cuadradas de la ciudad y la relación espacio-tiempo dejaba de tener importancia (otra vez la maldita relación, pensó Julio). La propia lógica que levantó la ciudad, que ideó sus grandes avenidas, sus ángulos rectos, sus paseos escoltados por árboles… todo ello perdía su sentido. La ciudad se levantaba, entonces, libre de todo horario, de toda función, de toda concepción humana: salvaje, mágica, como uno de aquellos árboles centenarios bajo los cuales antiguamente se reunía el pueblo en asamblea.
Pero aquél mundo paralelo, erigido sobre los fantasmas de Julio, duraba siempre hasta que el sonido de unos pasos ajenos o el petardeo de una motocicleta le devolvían de un salto a la realidad.

¿En qué momento te convertiste en Bérénice-la-Vampiresa? Tantas veces que te tuve entre mis piernas de león y aprovechaste para envenenarme con el arsénico de tus ojos, esos ojos de opio que hipnotizan. Todavía hoy sé que te escurres por entre los barrotes de mi ventana ayudándote de la noche-tu-amiga y te inclinas junto a la cama. Llevo tus dientes hincados en la cara, como un trofeo, como una cicatriz de paladín que se ha enfrentado a la muerte y ha sobrevivido herido y tocado en el alma: ni él ni yo podemos librarnos de este olor a tumba abierta en las narices, a moho, a mojado y pasado.
Julio se despertó con una sensación amarga en los labios. Tenía un peso en el pecho que le impedía respirar, como un gato negro. Intentó hacer memoria en vano, se cansó, intentó dormir, pero por más que lo intentaba no podía dejar de dar vueltas a lo mismo. Se recostó en el colchón, sin ganas de levantarse para encender la luz, así que alargó el brazo a tientas hasta alcanzar el paquete de fortuna. El encendedor chasqueó en el silencio opresor de la habitación como el gatillo de un revólver. Le habría gustado volarse la cabeza, pero en lugar de ello se quedó mirando, pensativo, las espirales de humo que se enroscaban y estiraban como asquerosas serpientes voladoras en la oscuridad de aquél cuartucho que se había acostumbrado a llamar hogar.
Finalmente desistió de la idea de volver a dormir y se acercó a la ventana. Las contraventanas de metal lacado chirriaron como un cuervo al abrirse sobre la noche profunda: a la penumbra de las farolas –sombras de luz– veía el ir y volver en remolinos de los diminutos copos de nieve (“el tiempo se ha vuelto definitivamente loco”, pensó) una danza extraña que no cesaba nunca, que no dejaba de nacer a medida que iba tocando el fondo: ángeles ebrios de tierra, de libertad, que al revés de Ícaro pagaban cara su curiosidad por ver el árbol a tamaño real, el mar desde el nivel del mar, la sombra desde el suelo y a la mujer a los ojos.
Se quedó así, fumando en la ventana silenciosamente, durante un tiempo indefinible, tal vez una hora, puede que más. Más allá de la ventana percibía, más que distinguía, las vías de tren que cortaban el paisaje. Se puso a pensar en la nocturnidad. En todas las cosas que no se ven, pero que están allí, fantasmas presentes de recuerdos que uno arrincona, aplasta contra la memoria, intentando olvidar. Pero no se pueden olvidar. Y vuelven bajo la forma de hachas, de aludes que inundan la cabeza y no dejan pensar más allá. “Mis ojos son pozos enturbiados por la Historia”, dijo, en voz alta, y al oír aquella voz suya que parecía hablar a destiempo, como el eco de una caracola, aquella voz que en realidad no era suya, porque no lo era, no pudo evitar una carcajada. Se vio él mismo allá mismo, en la ventana de otra ventana de una habitación en la noche, ridículo rumiante rodinista, pensamiento inmóvil y elevado incapaz de levantar la pesada vista del suelo. Una risotada cruel, una carcajada dolorosa brotó de algún órgano de su cuerpo que creía atrofiado, y durante unos instantes se sintió repleto de una rara e inusual felicidad.
El tintineo de una campanilla, lejano, como un faro, como un cautivador fuego fatuo, le sacó de sus ensoñaciones. En algún lugar se había dado orden de comenzar de nuevo y, entre crujidos y pitidos lastimosos, un tren abandonaba su letargo, estiraba sus músculos de hierro: la pesada maquinaria se echaba adelante, perezosa al principio, pero más y más rápido después, espoleada por un fuste imaginario.
Tal vez Mina seguía en el bar, pensó Julio, aunque no venía a cuento, y la idea floreció en su cabeza de la misma manera que un amanecer blanco perfecto, como tallado en cristal, había comenzado a ocupar posiciones al otro lado de las vías del tren. La ciudad despertaba con todos sus colores y promesas en carne viva, como iluminada desde dentro: poco a poco se iban definiendo sus pálidas fachadas horadadas por las muecas de hierro de cien balcones, sus lejanas fronteras de pizarra desde donde solitarias chimeneas-centinela oteaban el horizonte.
Preso de una sencilla clarividencia poco corriente en él, Julio se lanzó a la calle, saltando de dos en dos los escalones hasta llegar a la planta baja. Le pilló por sorpresa un viento que barría las aceras a ráfagas gélidas, provocándole un escalofrío de la cabeza a los pies que le hizo sentirse vivo. Mientras se subía la cremallera de la raída chaqueta pensó que, en el fondo, para salir del río no hace falta buscar el exit de letras fosforescentes, ni una Arcadia ni un lugar adonde huir: a veces basta con levantar un pie y dejarse llevar por el viento. Por el viento furioso, salvaje, henchido de rabia de una doble mañana.

V Certamen Literari Antonio Vilanova. Segon Premi de Prosa: Carina o los naufragios de la gaviota, de Manuel Antonio Alvarado

Carina o los naufragios de la gaviota


A Montserrat, un hermoso tropiezo en mi camino


“Me interesan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre los marginados porque soy un marginado. No me gustan las leyes, ni morales, ni religiones o reglas”.
Charles Bukowski

“Un muerto no tiene rostro o quizás tiene todos los rostros en uno solo pero es intraducible”.
Fárago de Tebas


Leandro, para cuando vuelvas de tu viaje me encontrarás desnuda y sin aliento. No te asustes. Sólo estoy durmiendo por todas las noches que no pude. Confío en que mi alma sentirá, al fin, esos instantes de verdadero sosiego que tú, con tus actos de honda perturbación, le negaste.
Las palabras que hoy me representan en esta carta sucumben ante mis contradicciones. Sobre todo aquellas que procuran expresar el amor cuando se odia o el vivir cuando se desea la muerte. Por esta razón, intentaré escoger a las que más se solidaricen con mis sentimientos.
He adornado la habitación con diversas flores; en especial de azucenas y claveles: sus fragancias me ayudarán a evocar las primeras alegrías de mi vida ¿Acaso las únicas? La adolescencia, Leandro, fue para mí –como lo es para casi todos- una época de esplendor existencial no sólo porque me abrió un nuevo mundo de posibilidades (como es natural) sino porque deseaba la felicidad: esa sensación indescriptible que abre puertas y ventanas hacia un sentido puro de la vida.
Los hilos de esta búsqueda precipitada me condujeron hasta ti la pálida tarde en que, mis amigas y yo volviendo del gran río verde te vimos sentado en la vieja banca de la Plaza de Armas solitario y ausente. Hubo en mi pecho un hermoso viento meciendo mi corazón… Mi memoria aún conserva aquel momento como el más espléndido de todos los que tuve: rompiste el aura sombría de tu conciencia para regalarme una leve sonrisa. Desde entonces los encuentros se fueron sucediendo casi sin proponérnoslo pero, cada vez, con mayor significado. Y cuando ya compartíamos miradas, gestos, ilusiones, el destino nos facilitó una circunstancia inolvidable: una noche en que la lluvia era vasta y tibia nos devoramos con temor y dulzura frente a un puñado de eucaliptos monumentales. Yo fui feliz. Leandro, éramos felices… Pero la felicidad es efímera y tiene trampas.
A mi padre le resultabas indeseable no tanto por tu falta de porvenir sino por el descaro con que le sostenías la mirada. Comprendiste años después que, un militar como él, conocía los riesgos del no sometido y tú eras -sigues siendo- rebelde. Pero su corazón dejó de ser una piedra al verme sonreír, pronunciando tu nombre por los amplios jardines de la casa. Esto fue suficiente para considerar tu presencia en nuestra familia.
En los carnavales del 86, un mes antes de nuestro casamiento civil, te reclutaron: el nuevo gobierno urgía de soldados para combatir el terrorismo sobre todo en la sierra y ceja de selva. Sufrí mucho, Leandro, con tu ausencia. Dos años comunicándonos a través de cartas y unas cuántas llamadas telefónicas me eran insuficientes. Comprendí a mi madre. Admiré su paciencia, su tesón, su saber amar a pesar de la distancia. Acuérdate que mi padre, antes de que una granada explotara en su tienda de campaña y lo condenara de por vida a una silla de ruedas, combatió la invasión ecuatoriana, allá en la Cordillera del Cóndor. Servir a la patria con las armas es sin duda un mérito irreprochable pero se requiere de un virtuosismo noble y superior del que carecías.
Tu retorno me devolvió el aire perdido. Sin embargo, algo esencial en ti no retornó. Intuí el ahogo silencioso de tus emociones. Intuí un hombre distinto… Leandro, eras como un manojo de existencias rotas dando gritos a través de esos ojos verdes ¿Acaso la tiranía, el horror de tus obligaciones militares te cambió la vida?
Decidimos, entonces, convivir sin estar casados más por excusas que por motivos razonables.
La intempestiva muerte de mi padre constituyó el primer naufragio serio en los mares negros de mi destino: un cáncer generalizado derrumbó su moral y se pegó un tiro en la cabeza. Murió con dignidad como deseamos morir todos.
Nuestra casa fue un obsequio de la última voluntad de mi padre. A estas paredes de colores discretos, llenas de fotografías familiares y malas réplicas de pinturas famosas, les tengo un aprecio único: fueron mi cárcel y, hoy, serán mi tumba. Jamás imaginé (no tendría por qué) que tarde o temprano observarían –aún observan- enmudecidos nuestro fracaso conyugal: demasiados vacíos en el corazón, demasiados tropiezos…
Me habías recluido a la soledad y a los silencios de esta casa como quien recluye un ave para exhibirlo enjaulado frente a los mercaderes únicamente para hacer alarde de tu hombría y de tu entero dominio sobre mi vida... Pero, Leandro, era mi vida y nadie ni siquiera tú tenías el derecho de dirigirla con tus arrebatos de inseguridad. Hasta Isabel, la mejor de mis amigas, a la que quiero como una hermana, le has prohibido la entrada porque, aunque vista los hábitos, la creías capaz de tejer en mis pensamientos los excesos de tus prejuicios y de tu alma enmarañada.
Es pertinente, Leandro, mostrarte algunas cosas: la soga que cuelga de la viga de nuestra habitación es la misma que utilizaste para amarrarme desnuda al olivo del huerto vecino; el cinturón de piel está sobre la cómoda, junto a los pedazos de la falsa Gioconda; los pantalones de moda, llenos de agujeros rabiosos, los he reunido en una cesta de mimbre; y, las vendas blancas de mi pierna amoratada cubren, ahora, la abertura innecesaria de mi cabeza. Es duro verificar como los objetos materiales que conviven con uno pueden adquirir un carácter sombrío y doloroso. Todo mi vivir, mi espantoso vivir, resumido en unas cuántas cosas me parece de una ironía sobrecogedora y cruel.
La locura es el último peldaño de una existencia por demás nefasta; a partir de allí no hay nada excepto un pozo muy oscuro, infinito e inmisericorde. Hay seres humanos que se resisten a caer en él creando mundos ajenos y otros que, como yo, sucumben irremediablemente a la muerte.
Mi suicidio es sólo cuestión de minutos. Apretar el gatillo de esta pistola o tragarme este frasco entero de barbitúricos constituye un episodio ordinario dentro de mis pretensiones. No te engañes no presumo de valentía sino de libertad. Hay en lo profundo de mí un miedo indescifrable, descomunal y placentero.
Denunciarte ante la policía empeoró mi situación. Un sinfín de insultos lacerantes y muchos golpes, harto conocidos, agotaron la desmesura de tu enojo por esos dos días de prisión a los que te sentenció la jueza distrital. Aquella vez, en medio de sollozos, me aproximé al espejo circular y barroco del salón. Vi en él el rostro de una mujer cuya frescura juvenil se había disipado sin remedio y sin contemplaciones. Me derrumbé sobre las sillas; me derrumbé sobre mí misma… En el tránsito de esta agonía el impulso de mi espíritu halló un resquicio de coraje. Fue entonces como en el más absoluto secretismo mi madre, mi amiga Isabel y yo, planificamos montadas en la figura de mis decisiones la primera tentativa de otro destino: mi huida.
Vivir en la clandestinidad me proporcionó una paz auténtica pero breve. Descubrí en ese periodo el aroma del mar, el color de la noche estrellada, disfruté maravillada de una sencilla taza de café frente a un ocaso purificado por el cielo. En esos delirios de fe renovada me sentí una gaviota en medio de las playas. Me sentí libre, me sentí diosa.
Durante mi estancia en las costas de aquel pueblo remoto conocí a otro hombre. Sin que yo no tenga nada en el corazón para ofrecerle me entregó su cariño. Su nombre lo llevaré siempre conmigo hasta más allá de lo que me permita la muerte. Era educado, honesto; era bello. Sabía tocar la guitarra, sabía fijar sueños con los pies sobre la tierra. Tenía un ángel en los labios, un no sé qué sol en la mirada. Comprendió, entristecido, las heridas abiertas de mi espíritu. Repudió el tamaño de tu cobardía. Me brindó caricias, besos, consuelos. En el fulgor de su desnudez volví a sentirme viva. En sus brazos lloré de felicidad. Lloré por el tiempo perdido. Lloré por la pobreza de tus actos y los míos. Lloré por ti, Leandro, por tu prematura condena a la infelicidad, por esa otra rara forma de amarme…
Cuando irrumpiste en el vestíbulo de la humilde pensión en que me hospedaba, hecho un lobo dolido y melancólico, me invadió el miedo certero de un lugar imposible sin tu persona. Ese día, ante mi total desconcierto, no me propinaste golpes, no. Ese día tu orgullo se debilitó hasta el paroxismo: caíste de rodillas y, mientras te punzabas con una navaja el cuello, llorabas suplicándome que volviera contigo. De modo que accedí llevada más por la clemencia que por los rescoldos del amor. Fue dios quién me imaginó así de febril y patética y a ti adorable y negligente a la hora de mostrar tus pensamientos y tu corazón.
El escenario, los actores y la historia de nuestra despreciable convivencia se siguieron repitiendo como se repite una música lenta, monótona y trivial. Tus pesadillas de guerra, tus celos enfermizos, tu machismo virulento, tus fiebres de riqueza asaltando camiones nocturnos, me lanzaban constantemente al precipicio de la irrealidad ¿Acaso estas conductas reprensibles aseguraban el mundo inconsistente al que perteneces?
Traté de refugiarme, en polvorientos libros de poesía, en mi oficio de costurera, en el crucifijo de mi madre, en el bosque de mi adolescencia amada… No logré esquivar la angustia… Habían muchas preguntas sin respuestas. Habían una sed de amor y unas ganas de reír detrás del muro… Es increíble, tristemente increíble, como podemos vivir en medio de tantas infelicidades, tantos naufragios existenciales, viendo horrorizados pasar el tiempo sin poder hacer nada…
En los días de escasez de alimentos por todo el país, en esos días de aire frío, de hojas cayéndose, los síntomas de mi embarazo pasaron desapercibidos. Cuando la matrona me lo confirmó una inusual confusión de odio y esperanza se apoderó de todo mi ser. Un hijo, pensé, tantas veces deseado y ahora a punto de tenerlo seguro obraría algún milagro a nuestra relación. En cuanto te di la noticia por teléfono me dijiste, luego de un silencio abrumador y en un tono vacío: “Mañana lo hablamos”. Leandro, hay en los silencios un ilimitado número de pensamientos ocultos que refieren verdades indescifrables incluso hasta para los razonamientos más osados… Retuve tu silencio y tu vacío con los nudos complicados de la incertidumbre hasta las 3 de la tarde en que, en mitad de la calle, me encontré con tu madre y se lo comenté. “Cuando era niño un perro le mordió los testículos, me dijo mirándome con asco. Él no puede engendrar así se acueste con la más puta”.
La nostalgia, esa palabra tan dulcemente sonora, tan humana, me transportó hasta la imagen de aquel hombre crepuscular que dejé en el mar sin explicación ni piedad… Veo su rostro encantador jugando con el hijo que podría haber sido tuyo…
Tú jamás perdonarás esta humillación y, yo, tampoco pretendo perdonar las tuyas… No haré más conjeturas acerca de nuestro paraíso en ruinas. Una mujer expresa con un gesto o una mirada todo el sufrimiento que lleva consigo… No esperaré el amanecer para ver el sol, si hoy lo puedo tener cerca…
En mi vago sótano mental la posibilidad de envejecer a tu lado, susurrando pasados en la quietud de una tarde de invierno es ya una mera utopía. Es lo que tiene estar cerca del final: pretendemos encontrar los frutos de la esperanza y la alegría donde sólo hubo terrenos baldíos.
Me llevaré la culpa de un niño no nacido; pero mitigaré mi dolor al evitarle el suyo.
Me voy así desnuda porque anhelo que encuentres en la melancolía de mi cuerpo todos los años consumidos por mi desgracia; verás en él los fragmentos de una vida miserable.
Tú no podrías matarme: temes mi muerte porque sabes que sin mí tu extraño mundo es inaccesible. Por eso, sé que sufrirás en demasía al comprobar que ya no desplegaré más calor, que seré un recuerdo tirano, una sombra proyectada por nadie en tus rincones solitarios.
Prefiero la creencia de un sueño largo, muy largo y feliz. Ignoro con qué sonaré o con quiénes. Lo único cierto es el estado puro de la muerte al que llegamos ya sin ataduras ni memorias.
Me despido, Leandro, arrepentida no por amarte sino por haberlo hecho durante mucho tiempo.
Un beso, un último beso.

Post - data: Si los astros o los dioses que ven la sinceridad de mis lágrimas me otorgasen un deseo, uno sólo a cambio de mi suicidio, diría: ser feliz con el primer hombre que fuiste.

V Certamen Literari Antonio Vilanova. Primer Premi de Poesia: Pinyol a l'oli, de Ramon Boixeda

Pinyol a l'oli


Qui vol encertar el pinyol
s’acaba equivocant d’oliva

MARTHA MEDEIROS


I

Mira’m:
El misteri de l’amor es dibuixa
en l’escuma del mar contra les roques.

Mira’t:
És el nostre un cas típic de xoc,
l’instant del frontó en què la pilota
besa la paret per immediatament
tornar a marxar.

Mirem-nos:
Caldrà suor, paciència i entusiasme.
L’amor són dues raquetes
jugant el partit de la seva vida.


II. RECEPTA MÀGICA

El buit en un cove

a continuació, s’omple d’aigua
-o succedanis refractaris-
i, abocant-s’hi, es procedeix
a la contemplació:

la lluna en un cove.


III. LLAVIS

El ventre pesa a les parpelles.
Llengua amunt, llengua avall,
per la sinuositat de les seves corbes.
Conduint, conduït, Venus enllà,
pel vertigen de l’onatge on digerir
les restes del naufragi de la llum.


IV

Amb una branca d’olivera
algú escriu damunt el blanc
de la paret: “llei de vida”

a l’extradós
un colom amaneix les hores
dormint sota un sol de justícia

mentrestant a banda i banda
una porta grinyola
el pa de cada dia

i tu i jo
que somiàvem ser l’oli de l’oliva
ens hem despertat ja fets pinyol.


V

Al capdavall del record que no pot ser
la boira
−la pluja que vol quedar-se−

les llàgrimes regalimant galta avall
fins a dipositar-se als llavis

les tasto.
I arquejo un lleu somriure

encara.

Tenen gust de tu.


VI

Paraules, paraules i paraules,
el mur de la boca que busca l’eco
i troba la boira, el pinyol, la pols
de tot allò que no has besat,
de tot allò que no has besat.


Cada oliva és un estel fos...
MARKO POGACAR

V Certamen Literari Antonio Vilanova. Segon Premi de Poesia: Petit poemari: Fotografia dels sentiments, Esclat de naturalesa humana, d'Heura Posada

Petit poemari: Fotografia dels sentiments,Esclat de naturalesa humana

Barcelona, novembre 2009

En aquests matins plujosos
tots els draps mullats no s'assequen mai.
El vapor i la humitat absorbeixen les coses que t'envolten
i es converteixen en una relliscosa soledat sense fi.

**

Sortir al carrer i sentir que hi ha vida
més enllà del propi sentit,
I agafar-ne un tros amb les mans.
Posar-te'l secretament dins la butxaca de la jaqueta.
Després mirar el cel, i als alts dels edificis
I veure la claror que hi ha malgrat la pluja.

**

Sense res especial l'alegria es transforma es tristesa, i viceversa.
Perquè el cervell és un gran magatzem de materials del cor.
En aquests passos fronterers les caixes s'obren i es barregen
produint materials encara més indesxifrables i confosos
Un laboratori infinit de filtres encantats

**

Les llàgrimes que no surten endureixen el cor,
creen distàncies físiques.
Són, sobretot, llàgrimes no reconegudes
que corren en silenci i sequedat per dins dels ulls.
Llàgrimes-fortalesa, no volgudes i doloroses
que s'assequen com la cera d'una espelma al fons de l'estómac.


Suïssa itinerant, agost 2009

Acluca els ulls i commou-te
que ara tot és llunyà, estrany i obscur.

**

Poema-pregunta:
I si tu no hi ets, qui em farà de bressol amb els braços?
Qui em mirarà sense por als ulls ?
i si tu dorms quan jo estic desperta, a qui explicaré el meu temor?

**

Tu i el teu abisme que no descansa
Una ferida s'obre en cada llàgrima davant meu
La felicitat esdevé lluny, una utopia
I totes les aranyes poden entrar dins el teu somni fràgil


Venècia, agost 2009

El cor es prepara per rebre emocions
La lleugeresa dels sentiments volàtils
torna en pes existencial el que m'envolta

**

Un ocell alça el vol. És tan fràgil
Sobre els terrats del canal es precipita directe
Un perfil fosc, un bec que busca el vol
Màgia


Barcelona, finals de gener del 2010

Recordant les fulles,
una minúscula primavera se'm posa al cap
Humitat i rajolins
l'esclat de les flors i dels núvols
és momentani, etern

**

Un batec desassossegat del cor
És un gran moment i, d'alguna manera poc científica,
sento la gent que somriu