Carina o los naufragios de la gaviota
A Montserrat, un hermoso tropiezo en mi camino
“Me interesan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre los marginados porque soy un marginado. No me gustan las leyes, ni morales, ni religiones o reglas”.
Charles Bukowski
“Un muerto no tiene rostro o quizás tiene todos los rostros en uno solo pero es intraducible”.
Fárago de Tebas
Leandro, para cuando vuelvas de tu viaje me encontrarás desnuda y sin aliento. No te asustes. Sólo estoy durmiendo por todas las noches que no pude. Confío en que mi alma sentirá, al fin, esos instantes de verdadero sosiego que tú, con tus actos de honda perturbación, le negaste.
Las palabras que hoy me representan en esta carta sucumben ante mis contradicciones. Sobre todo aquellas que procuran expresar el amor cuando se odia o el vivir cuando se desea la muerte. Por esta razón, intentaré escoger a las que más se solidaricen con mis sentimientos.
He adornado la habitación con diversas flores; en especial de azucenas y claveles: sus fragancias me ayudarán a evocar las primeras alegrías de mi vida ¿Acaso las únicas? La adolescencia, Leandro, fue para mí –como lo es para casi todos- una época de esplendor existencial no sólo porque me abrió un nuevo mundo de posibilidades (como es natural) sino porque deseaba la felicidad: esa sensación indescriptible que abre puertas y ventanas hacia un sentido puro de la vida.
Los hilos de esta búsqueda precipitada me condujeron hasta ti la pálida tarde en que, mis amigas y yo volviendo del gran río verde te vimos sentado en la vieja banca de la Plaza de Armas solitario y ausente. Hubo en mi pecho un hermoso viento meciendo mi corazón… Mi memoria aún conserva aquel momento como el más espléndido de todos los que tuve: rompiste el aura sombría de tu conciencia para regalarme una leve sonrisa. Desde entonces los encuentros se fueron sucediendo casi sin proponérnoslo pero, cada vez, con mayor significado. Y cuando ya compartíamos miradas, gestos, ilusiones, el destino nos facilitó una circunstancia inolvidable: una noche en que la lluvia era vasta y tibia nos devoramos con temor y dulzura frente a un puñado de eucaliptos monumentales. Yo fui feliz. Leandro, éramos felices… Pero la felicidad es efímera y tiene trampas.
A mi padre le resultabas indeseable no tanto por tu falta de porvenir sino por el descaro con que le sostenías la mirada. Comprendiste años después que, un militar como él, conocía los riesgos del no sometido y tú eras -sigues siendo- rebelde. Pero su corazón dejó de ser una piedra al verme sonreír, pronunciando tu nombre por los amplios jardines de la casa. Esto fue suficiente para considerar tu presencia en nuestra familia.
En los carnavales del 86, un mes antes de nuestro casamiento civil, te reclutaron: el nuevo gobierno urgía de soldados para combatir el terrorismo sobre todo en la sierra y ceja de selva. Sufrí mucho, Leandro, con tu ausencia. Dos años comunicándonos a través de cartas y unas cuántas llamadas telefónicas me eran insuficientes. Comprendí a mi madre. Admiré su paciencia, su tesón, su saber amar a pesar de la distancia. Acuérdate que mi padre, antes de que una granada explotara en su tienda de campaña y lo condenara de por vida a una silla de ruedas, combatió la invasión ecuatoriana, allá en la Cordillera del Cóndor. Servir a la patria con las armas es sin duda un mérito irreprochable pero se requiere de un virtuosismo noble y superior del que carecías.
Tu retorno me devolvió el aire perdido. Sin embargo, algo esencial en ti no retornó. Intuí el ahogo silencioso de tus emociones. Intuí un hombre distinto… Leandro, eras como un manojo de existencias rotas dando gritos a través de esos ojos verdes ¿Acaso la tiranía, el horror de tus obligaciones militares te cambió la vida?
Decidimos, entonces, convivir sin estar casados más por excusas que por motivos razonables.
La intempestiva muerte de mi padre constituyó el primer naufragio serio en los mares negros de mi destino: un cáncer generalizado derrumbó su moral y se pegó un tiro en la cabeza. Murió con dignidad como deseamos morir todos.
Nuestra casa fue un obsequio de la última voluntad de mi padre. A estas paredes de colores discretos, llenas de fotografías familiares y malas réplicas de pinturas famosas, les tengo un aprecio único: fueron mi cárcel y, hoy, serán mi tumba. Jamás imaginé (no tendría por qué) que tarde o temprano observarían –aún observan- enmudecidos nuestro fracaso conyugal: demasiados vacíos en el corazón, demasiados tropiezos…
Me habías recluido a la soledad y a los silencios de esta casa como quien recluye un ave para exhibirlo enjaulado frente a los mercaderes únicamente para hacer alarde de tu hombría y de tu entero dominio sobre mi vida... Pero, Leandro, era mi vida y nadie ni siquiera tú tenías el derecho de dirigirla con tus arrebatos de inseguridad. Hasta Isabel, la mejor de mis amigas, a la que quiero como una hermana, le has prohibido la entrada porque, aunque vista los hábitos, la creías capaz de tejer en mis pensamientos los excesos de tus prejuicios y de tu alma enmarañada.
Es pertinente, Leandro, mostrarte algunas cosas: la soga que cuelga de la viga de nuestra habitación es la misma que utilizaste para amarrarme desnuda al olivo del huerto vecino; el cinturón de piel está sobre la cómoda, junto a los pedazos de la falsa Gioconda; los pantalones de moda, llenos de agujeros rabiosos, los he reunido en una cesta de mimbre; y, las vendas blancas de mi pierna amoratada cubren, ahora, la abertura innecesaria de mi cabeza. Es duro verificar como los objetos materiales que conviven con uno pueden adquirir un carácter sombrío y doloroso. Todo mi vivir, mi espantoso vivir, resumido en unas cuántas cosas me parece de una ironía sobrecogedora y cruel.
La locura es el último peldaño de una existencia por demás nefasta; a partir de allí no hay nada excepto un pozo muy oscuro, infinito e inmisericorde. Hay seres humanos que se resisten a caer en él creando mundos ajenos y otros que, como yo, sucumben irremediablemente a la muerte.
Mi suicidio es sólo cuestión de minutos. Apretar el gatillo de esta pistola o tragarme este frasco entero de barbitúricos constituye un episodio ordinario dentro de mis pretensiones. No te engañes no presumo de valentía sino de libertad. Hay en lo profundo de mí un miedo indescifrable, descomunal y placentero.
Denunciarte ante la policía empeoró mi situación. Un sinfín de insultos lacerantes y muchos golpes, harto conocidos, agotaron la desmesura de tu enojo por esos dos días de prisión a los que te sentenció la jueza distrital. Aquella vez, en medio de sollozos, me aproximé al espejo circular y barroco del salón. Vi en él el rostro de una mujer cuya frescura juvenil se había disipado sin remedio y sin contemplaciones. Me derrumbé sobre las sillas; me derrumbé sobre mí misma… En el tránsito de esta agonía el impulso de mi espíritu halló un resquicio de coraje. Fue entonces como en el más absoluto secretismo mi madre, mi amiga Isabel y yo, planificamos montadas en la figura de mis decisiones la primera tentativa de otro destino: mi huida.
Vivir en la clandestinidad me proporcionó una paz auténtica pero breve. Descubrí en ese periodo el aroma del mar, el color de la noche estrellada, disfruté maravillada de una sencilla taza de café frente a un ocaso purificado por el cielo. En esos delirios de fe renovada me sentí una gaviota en medio de las playas. Me sentí libre, me sentí diosa.
Durante mi estancia en las costas de aquel pueblo remoto conocí a otro hombre. Sin que yo no tenga nada en el corazón para ofrecerle me entregó su cariño. Su nombre lo llevaré siempre conmigo hasta más allá de lo que me permita la muerte. Era educado, honesto; era bello. Sabía tocar la guitarra, sabía fijar sueños con los pies sobre la tierra. Tenía un ángel en los labios, un no sé qué sol en la mirada. Comprendió, entristecido, las heridas abiertas de mi espíritu. Repudió el tamaño de tu cobardía. Me brindó caricias, besos, consuelos. En el fulgor de su desnudez volví a sentirme viva. En sus brazos lloré de felicidad. Lloré por el tiempo perdido. Lloré por la pobreza de tus actos y los míos. Lloré por ti, Leandro, por tu prematura condena a la infelicidad, por esa otra rara forma de amarme…
Cuando irrumpiste en el vestíbulo de la humilde pensión en que me hospedaba, hecho un lobo dolido y melancólico, me invadió el miedo certero de un lugar imposible sin tu persona. Ese día, ante mi total desconcierto, no me propinaste golpes, no. Ese día tu orgullo se debilitó hasta el paroxismo: caíste de rodillas y, mientras te punzabas con una navaja el cuello, llorabas suplicándome que volviera contigo. De modo que accedí llevada más por la clemencia que por los rescoldos del amor. Fue dios quién me imaginó así de febril y patética y a ti adorable y negligente a la hora de mostrar tus pensamientos y tu corazón.
El escenario, los actores y la historia de nuestra despreciable convivencia se siguieron repitiendo como se repite una música lenta, monótona y trivial. Tus pesadillas de guerra, tus celos enfermizos, tu machismo virulento, tus fiebres de riqueza asaltando camiones nocturnos, me lanzaban constantemente al precipicio de la irrealidad ¿Acaso estas conductas reprensibles aseguraban el mundo inconsistente al que perteneces?
Traté de refugiarme, en polvorientos libros de poesía, en mi oficio de costurera, en el crucifijo de mi madre, en el bosque de mi adolescencia amada… No logré esquivar la angustia… Habían muchas preguntas sin respuestas. Habían una sed de amor y unas ganas de reír detrás del muro… Es increíble, tristemente increíble, como podemos vivir en medio de tantas infelicidades, tantos naufragios existenciales, viendo horrorizados pasar el tiempo sin poder hacer nada…
En los días de escasez de alimentos por todo el país, en esos días de aire frío, de hojas cayéndose, los síntomas de mi embarazo pasaron desapercibidos. Cuando la matrona me lo confirmó una inusual confusión de odio y esperanza se apoderó de todo mi ser. Un hijo, pensé, tantas veces deseado y ahora a punto de tenerlo seguro obraría algún milagro a nuestra relación. En cuanto te di la noticia por teléfono me dijiste, luego de un silencio abrumador y en un tono vacío: “Mañana lo hablamos”. Leandro, hay en los silencios un ilimitado número de pensamientos ocultos que refieren verdades indescifrables incluso hasta para los razonamientos más osados… Retuve tu silencio y tu vacío con los nudos complicados de la incertidumbre hasta las 3 de la tarde en que, en mitad de la calle, me encontré con tu madre y se lo comenté. “Cuando era niño un perro le mordió los testículos, me dijo mirándome con asco. Él no puede engendrar así se acueste con la más puta”.
La nostalgia, esa palabra tan dulcemente sonora, tan humana, me transportó hasta la imagen de aquel hombre crepuscular que dejé en el mar sin explicación ni piedad… Veo su rostro encantador jugando con el hijo que podría haber sido tuyo…
Tú jamás perdonarás esta humillación y, yo, tampoco pretendo perdonar las tuyas… No haré más conjeturas acerca de nuestro paraíso en ruinas. Una mujer expresa con un gesto o una mirada todo el sufrimiento que lleva consigo… No esperaré el amanecer para ver el sol, si hoy lo puedo tener cerca…
En mi vago sótano mental la posibilidad de envejecer a tu lado, susurrando pasados en la quietud de una tarde de invierno es ya una mera utopía. Es lo que tiene estar cerca del final: pretendemos encontrar los frutos de la esperanza y la alegría donde sólo hubo terrenos baldíos.
Me llevaré la culpa de un niño no nacido; pero mitigaré mi dolor al evitarle el suyo.
Me voy así desnuda porque anhelo que encuentres en la melancolía de mi cuerpo todos los años consumidos por mi desgracia; verás en él los fragmentos de una vida miserable.
Tú no podrías matarme: temes mi muerte porque sabes que sin mí tu extraño mundo es inaccesible. Por eso, sé que sufrirás en demasía al comprobar que ya no desplegaré más calor, que seré un recuerdo tirano, una sombra proyectada por nadie en tus rincones solitarios.
Prefiero la creencia de un sueño largo, muy largo y feliz. Ignoro con qué sonaré o con quiénes. Lo único cierto es el estado puro de la muerte al que llegamos ya sin ataduras ni memorias.
Me despido, Leandro, arrepentida no por amarte sino por haberlo hecho durante mucho tiempo.
Un beso, un último beso.
Post - data: Si los astros o los dioses que ven la sinceridad de mis lágrimas me otorgasen un deseo, uno sólo a cambio de mi suicidio, diría: ser feliz con el primer hombre que fuiste.
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